Antón y el León


Cuando Antón era un muchacho, Roma era el pueblo más poderoso de la Tierra. La ciudad donde Antón vivía fue conquistada por las legiones romanas y Antón fue vendido como esclavo a un gobernador romano en el Norte de África.

Durante varios años, Antón soportó grandes trabajos y malos tratos de su dueño que era injusto y cruel. Mientras duró su humillante esclavitud, Antón soñaba con ser libre algún día.

.- Cuando sea hombre -pensaba-, huiré de este amo cruel y jamás volverá a verme.

Esperó pacientemente la ocasión y una noche oscura, huyó del palacio de su amo y se adentró en el desierto. Pensaba viajar a otra ciudad a buscar otro nuevo amo más justo y humano que el que había tenido. No se arrepentía de las grandes dificultades que tenía que vencer para cruzar el desierto; era posible que muriese de hambre, no llevaba consigo ningún alimento y por otra parte, las fieras se le echarían encima a su paso por el desierto. De todos modos, no se arrepentía de haber huido; todos esos peligros no le asustaban tanto como la idea de volver otra vez a su antiguo amo que tan mal trataba a sus esclavos.

Antón caminó toda la noche sin descansar, para alejarse todo lo posible de su amo y al día siguiente continuó caminando, sufriendo mucho y todo con una gran paciencia y valor, con hambre y sed, consolándose de que no volvería más a la antigua esclavitud.

Al llegar la noche se encontraba muy cansado para poder caminar. Se refugió en una cueva y durmió toda la noche. A la mañana siguiente le despertaron los rugidos de una fiera. Antón se incorporó y vio horrorizado que a la entrada de la cueva se destacaba un enorme león. Huir le era imposible y era inútil gritar, pues ningún ser humano podría oírle en aquel desierto. Antón vio que el león se acercaba a él… caminando de una forma muy extraña. Sintió sobre sus hombros el aliento de la fiera, cerró los ojos, pensando que había llegado su hora final y cuando volvió a abrir los ojos quedó maravillado. Ante él, el león había levantado una de sus garras y no tenía el gesto de una fiera dispuesta a atacar, sino que tendía su pata con ademán de dolor, como suplicando ayuda. Su rugido sonaba como de lástima.

Antón comprendió que estaba herido y examinando la garra que le tendía, descubrió una enorme espina clavada que le impedía poner la pata en el suelo. Antón le extrajo la espina con mucho cuidado y al momento el león quedó dormido junto a los pies de Antón.

Cuando el león despertó era ya de noche; la fiera se acercó amistosamente a Antón y le lamió la mano como muestra de agradecimiento. Ya podía posar su pata en el suelo sin ningún dolor. Después salió el león de la cueva y se perdió de vista.

Antón pensó que se había ido en busca de su guarida y que ya jamás lo volvería a ver pero poco después el león regresó a la cueva llevando un hermoso trozo de venado que acababa de cazar. Antón sació su hambre y cuando acabó de comer, su nuevo amigo le guió hasta un oculto riachuelo donde los dos calmaron su sed.

Durante tres años, Antón vivió en el desierto con la única compañía de su amigo el león, hasta que un día, Antón volvió a sentir la necesidad de trabajar con los hombres y separándose de su amigo, se acercó a la ciudad más cercana buscando trabajo, pero una nueva desgracia le acechaba en la ciudad. Antón fue reconocido por unos soldados romanos; le cogieron y fue entregado a su antiguo amo. Las leyes no tenían piedad de los esclavos y Antón fue sentenciado a muerte y conducido a Roma; allí sería despedazado por las fieras, ya que en Roma eran muy aficionados a esos terribles castigos.

Antón y otros esclavos fueron sacados a las arenas del circo; el coliseo romano estaba lleno de espectadores y cuando el emperador ocupó su asiento fueron abiertas las puestas y salieron rugiendo los leones. Corrían hacia sus víctimas; los esclavos corrían por la arena; sólo Antón se puso de rodillas pidiéndole al Señor su salvación.

De pronto, Antón se levantó gritando:

.- ¡Gracias Padre mío!... ¡gracias Padre amado!... ¡siento en Ti mi salvación!

Un león se le acercó a Antón y le lamía las manos amistosamente. Antón reconoció a la noble bestia con la que había vivido en el desierto.

Los espectadores quedaron enmudecidos al presenciar el hecho y el propio emperador hizo que Antón subiera a su palco para explicar la causa de ese fenómeno. Cuando Antón contó sus aventuras al emperador, le dio su libertad y todos los derechos de un ciudadano romano.

Además, le entregó al león en propiedad y a partir de aquel día Antón pudo vivir en la ciudad con su nuevo amigo el león.

Pronto las gentes se acostumbraron a ver pasear juntos por las calles a Antón y al león, ya domesticado y los romanos aprendieron que, muchas veces, hasta las fieras son mansas y agradecidas con quienes las tratan con verdadero cariño.