Erase un muchacho estudioso, trabajador y al mismo tiempo muy bueno, con exceso de imaginación. Le hubiera gustado protagonizar alguna historia de héroes, pero nunca se le presentaba la ocasión. Nadie se caía al río para que él pudiera salvarle y tampoco había en su país la menor guerra que le hubiera dado ocasión de demostrar su valentía ante el enemigo. Nadie necesitaba de sus esfuerzos y esto le tenía disgustado.
-Tendrás que ayudarme a recoger la cosecha y cuidar los animales –le dijo el padre-, porque no puedo hacerlo solo. Ya sé que te has portado muy bien; siempre has demostrado ser un buen hijo y mereces un descanso, pero nuestros medios no nos permiten otra cosa.
El muchacho trabajó duramente el verano junto a su padre, como un gran héroe, sin quejarse nunca jamás, pero seguía descontento y sin embargo, todo marchaba a la perfección.
Una tarde, cuando el padre y el hijo descansaban, el padre dijo:
-Estoy muy contento y orgulloso de ti. Te has portado como un héroe y todos los del pueblo se admiran de tu comportamiento y tu buen obrar.
-¿Yo un héroe…? –se asombró el muchacho-.
-Sí hijo mío. El verdadero valor no estriba en hacer cosas extraordinarias en una ocasión determinada, sino en cumplir día a día con nuestro deber. Tú, hijo mío, estudias, trabajas, te portas honradamente y ese es el mejor tesoro que tiene un hombre de bien.
El muchacho comprendió en aquel momento, que su padre decía la verdad.