La Herencia del Príncipe

 

 

Erase una vez un hermoso país donde el sol brillaba con indescriptible fulgor, en el que vivía un Rey de majestuosa sabiduría, dulzura y bondad. Tuvo un hijo al que amaba tiernamente, colmándole de todo cuanto le era necesario para la vida, como al resto de sus hermanos.

Cuando el niño creció y tuvo uso de razón, le llamó a su lado y le dijo:

-“Hijo mío querido, te hago entrega de una joya maravillosa”.

Y le entregó una piedra de irregular forma, parecida en su color a un cristal opaco.

El niño le dijo:

-“Padre mío, esto es solamente una piedra”.

A lo que el Padre respondió:

-“Hijo, esta piedra que a ti te parece vulgar, es un diamante, la joya más apreciada del Universo. La causa de que no la reconozcas es que está sin pulir y esa será tu tarea. Cuando hayas pulido la joya de manera perfecta, te haré entrega de la herencia que tengo reservada para ti.”

 

Al cumplir la mayoría de edad, el Padre mandó al hijo a la ciudad para que comenzara a cursar sus estudios superiores, entre los cuales aprendería el arte de la orfebrería. Sabía que allí obtendría el aprendizaje y la experiencia necesaria para valerse por sí mismo y poder, en un futuro, hacerse cargo de la parte del reino que le correspondía.

Antes de partir, le dijo:

-“¡Hijo mío, ten mucho cuidado en la ciudad, pues en ella hay muchos peligros y encrucijadas en las cuales te querrán apartar del camino y enseñanza que Yo te he dado! No te olvides de cumplir mi encargo, y siempre que necesites mi ayuda, tienes el correo que he puesto a tu servicio para que me envíes tus noticias y me pidas lo que necesites. ¡Y sobre todo, no olvides nunca que eres mi hijo y que te quiero con todo el corazón!”

El Padre besó a su hijo y le vio partir sabiendo cuánto trabajo le costaría cumplir su encargo. Así que, sin que él lo supiera, mandó a uno de sus hermanos mayores le siguiera a cierta distancia por si en algún momento corriese peligro, pero con mandato expreso de no intervenir en la libertad del camino que le había abierto.

 

Llegó el joven príncipe a la ciudad, engalanada de los más diversos colores. Era ésta mucho más pobre y triste que el lugar del que provenía, pero tenía un encanto particular que al príncipe atraía. El cielo estaba casi siempre cubierto de nubes, y con frecuencia llovía en abundancia, pero ello no era obstáculo para que por lo general, una gran algarabía reinara en la ciudad.

El joven pronto se acostumbró a su nueva vida, tanto, que casi no se acordaba de quién era, de dónde provenía y menos, del encargo que su Padre le había dado. Apenas ponía atención en las clases y sólo se preocupaba de divertirse entre las múltiples actividades lúdicas que la ciudad le ofrecía.

Terminó el curso y el príncipe volvió a su casa con su cuadernillo de notas lleno de suspensos. Su Padre le recibió con cariño. Ya sabía por su hijo mayor cuál era el resultado del curso.

Serio pero dulcemente, le reprendió:

-“Hijo mío, ¡No has aprovechado en nada este curso! Y además, ni siquiera te has acordado de escribirme, ni enviarme noticias tuyas por medio del correo que a tu lado puse. ¡A ver!, ¡Enséñame la joya que te entregué!”

El muchacho rebuscó entre sus bolsillos. Ni siquiera se acordaba de dónde la había puesto. El Padre, paciente, le observaba cómo nerviosamente buscaba entre sus ropas… Por fin la encontró, y con alivio se la mostró a su Padre. ¡Estaba exactamente igual que cuando Él se la había entregado!

El hijo disgustado y avergonzado, prometió al Padre poner más empeño en su labor. Y con esa intención, pasado un breve periodo de vacaciones, volvió de nuevo a la ciudad a repetir el curso que había suspendido.

A poco de estar en ella, ya había olvidado todas sus buenas intenciones, así como los consejos que sus hermanos mayores le habían dado. Todos ellos había pasado por el mismo camino y le ofrecían la enseñanza que les otorgaba su propia experiencia. Pero él era demasiado orgulloso para aprender de ello; pensaba que no necesitaba la ayuda de nadie para cumplir el encargo de su Padre. ¡Cuánto se equivocaba!

En una de sus muchas noches de diversión, se granjeó unas amistades muy peligrosas que le indujeron a cometer los mayores desmanes y locuras. El hermano mayor que le vigilaba salió a su encuentro previniéndole del mal camino que estaba tomando y que de seguir así, muy duras serían después las consecuencias. Pero él no quería hacer caso de sus consejos, estaba tan poseído de sí mismo, que ni siquiera quería escuchar sus palabras. Dejó de asistir a la escuela y no paraba de granjearse enemistades por todo sitio que pasaba.

Así pasaron los días, hasta que su desenfrenada carrera acabó con la expulsión del colegio y la precipitada vuelta al hogar; con el agravante de haber contraído una penosa enfermedad consecuencia del asiduo contacto con los bajos fondos de la ciudad.

 

Muchos meses pasó convaleciente en un apartado hospital aquel obstinado hijo. Y durante todos y cada uno de los días que duró su postración, no dejaba de recordar los detalles de cuantos desmanes había cometido, atormentándose con visiones de aquellos a quienes había herido o vejado con el áspid de su lenguaje. Todos aquellos rostros se le presentaban a cada instante, pidiéndole cuentas de sus hechos, preguntándole el porqué de su malvado proceder, a la vez que rostros burlones se reían de su sufrimiento y dolor. Eran los rostros de aquellos supuestos amigos que le habían arrastrado al camino del mal y la depravación.

Sumergido en el delirio de su sufrimiento, comprendió su error y se juró a sí mismo que en adelante pondría todo su esfuerzo y voluntad en salir del agujero en que él mismo se había sumido. En ese momento de angustia y arrepentimiento, sintió una suave brisa que acariciaba sus maltrechos sentidos, y la imagen bondadosa de su amado Padre se apareció ante él en su sueño. Sonriendo, le dijo:

-“Hijo mío, veo que has comprendido tu mal proceder, y que con tu propio sufrimiento has llegado a sentir el sufrimiento de aquellos a quienes tú maltrataste. Cuando estés recuperado, búscales a todos y presentándote ante ellos, pídeles perdón e intenta por todos los medios reparar el daño causado. No será tarea fácil, pero ten Fe en que Yo en todo momento te ayudaré.

Adiós hijo mío, y ante todo no olvides quién eres y el encargo que te hice.”

La visión desapareció, pero en él quedó un sentimiento de inmensa paz sólo perturbado por su angustioso sollozar. Parecía que el copioso llanto que corría por sus mejillas era el bálsamo que calmaba todas sus amarguras.

 

A partir de aquel momento, dedicó mucho tiempo a estudiarse a sí mismo, y en largos y solitarios paseos por los jardines del hospital, reflexionaba sobre su conducta, sus debilidades y flaquezas. Comprendió que se había convertido en una marioneta de sus propios instintos y deseos y que sólo siguiendo las enseñanzas de su Padre conseguiría ser libre y feliz. Se asombraba de su gran sabiduría y excelsa bondad y sobre todo, de la inmensa paciencia que tenía con él, respondiendo siempre a sus desvaríos con grandes dosis de comprensión y amor. Así que pensó que si su Padre, que era tan sabio, era feliz desviviéndose por los demás, él debería serlo igual. Decidido, se propuso intentar imitarle dentro de su pequeñez, con todas sus fuerzas.

En cuanto estuvo recuperado, pidió a su Padre permiso para volver lo más rápidamente posible a la ciudad para recuperar, en lo posible, el tiempo perdido. Comenzó por visitar, uno a uno, a todos aquellos a quien había perturbado con su comportamiento, y pidiéndoles humildemente perdón, les preguntaba cómo podía subsanar el daño causado. De todo encontró en su andanza, desde quien le perdonaba de corazón y le ofrecía su sincera amistad, hasta quien le cerraba la puerta en sus narices maldiciéndole por su audacia. Pero esto no le arredraba, e insistía una y otra vez, buscando la menor ocasión que se le presentara para compensar a sus detractores.

Muchos años pasaron intentando remediar el mal causado y encontrar el perdón de todos aquellos a quienes ofendió. Y durante todo aquel tiempo, muchos fueron sus desconsuelos y desesperanzas; pero cuando se encontraba en esos momentos, recordaba las palabras de su Padre, y le escribía contándole sus penas y tristezas, pidiéndole consejo sobre cómo obrar más sabiamente. La respuesta no se hacía esperar y una oleada de cariño y de ánimo recibía de inmediato de su Padre y hermanos mayores, llenándole de renovada fuerza y vigor. En su mente le parecía escuchar el eco de su voz que le repetía:

-“Ten Fe y confianza, que Yo te ayudaré.”

Y así fue. Un día, paseando, se dio cuenta de que un hombre iba a ser arrollado por unos caballos desbocados. Gritó, pero era demasiado el bullicio que les rodeaba. Corrió y saltó sobre él, justo a tiempo de evitar la tremenda embestida. Aquel hombre se volvió agradecido y cual no fue su sorpresa al encontrarse con el joven que tanto daño le había hecho en el pasado. Él, a su vez, recordó cuántas veces le había negado su perdón, y ofreciéndole su mano para levantarle, le dijo:

-“¡Perdóname, te ruego, una vez más!”

Durante unos instantes, sus miradas se cruzaron indecisas, pero el amor pudo más que el odio, y un espontáneo abrazo surgió de sus corazones. Ambos lloraban de felicidad; uno por el agradecimiento de haber salvado su vida y la satisfacción de saber perdonar, el otro, por verse por fin lavado de sus culpas pasadas.

Aquel día volvió a su casa magullado, pero feliz como nunca lo había sido. En aquel momento comprendió las palabras de su Padre, cuando le decía que la dicha suprema consistía en olvidarse de uno mismo, para darse por entero a los demás. Se quedó durante unos instantes pensando en su Padre cuando… de repente, recordó el encargo que le había hecho:

-“¡La joya!” –exclamó-.

Había estado tan ocupado con sus estudios y sus correrías a favor de aquellos de quienes se consideraba deudor, que había olvidado por completo pulir su preciada piedra. La sacó del bolsillo interior de su ropaje y al mirarla quedó estupefacto:

-“¡La piedra brilla!”

La piedra desprendía un leve brillo producido por la talla de una de sus partes. El joven pensó:

-¿Cómo es posible si todavía no la he tocado?

Muy caviloso y pensativo, se fue a la cama preguntándose cómo era posible aquel hecho extraordinario. Aquella noche soñó con su Padre que le decía:

-“Hijo, veo que no alcanzas aún a comprender el misterio que encierra la maravillosa joya que te di a pulir, pero te diré que no es golpeándola con un buril como lo lograrás, sino con la pureza y rectitud de tus actos. Es por eso que sin tan siquiera tocarla la encontraste hoy con un brillo que no esperabas.

¡Siente como hermano tuyo a cada ser vivo que habita en el Universo! ¡Ámales como a ti te amas y habrás conseguido convertir en diamante puro la piedra que te di!”

Se despertó contento al recordar su sueño y comprender parte del misterio que encerraba su piedra maravillosa, pero se sentía aún muy lejos de poder llevar a cabo la excelsa enseñanza que había recibido. No obstante, a partir de aquel día, no dejó de intentarlo en cada momento de su vida.

 

Muchos años más pasaron. Terminó sus estudios y continuó yendo cada año a la ciudad ejerciendo de humilde profesor de escuela. Durante todos aquellos años no dejó ni un solo día de consagrarse al servicio de todos cuantos le rodeaban. Tanto fue así, que era una de las personas más queridas y apreciadas de la ciudad.

Un día, siendo su edad ya avanzada, llegó a casa después de una dura jornada de trabajo y se dejó caer en el sillón. Se sentía cansado y un poco triste; pensó en escribir a su Padre. Tomó papel y pluma y escribió:

-“¡Padre amado que me diste la vida y todo cuanto soy! Creo Padre mío que he dado de mí en favor de mis semejantes todo cuanto podía, llegándoles a amar como a mí mismo me amo. ¡Ilumíname Señor, para que comprenda tu voluntad!”

Después de unos momentos de silencio, sintió algo dentro de sí que le incitaba a contemplar su maravillosa Joya. La sacó cuidadosamente del bolsillo y levantándola hacia la luz de su alcoba, se quedó cegado por el brillo que irradiaba. ¡Mil colores salían de su interior, y una talla perfecta se apreciaba en todo su contorno! El resplandor que desprendía fue aumentando en intensidad, de tal forma, que las paredes, el suelo y el techo desaparecieron de su vista. En un instante se vio a sí mismo volando sobre preciosos paisajes de admirable belleza y frondosidad. Él no comprendía lo que estaba sucediendo, y en su vuelo, apretaba fuertemente contra su pecho la joya que llevaba en su mano. Sólo sabía que todo cuanto le rodeaba hablaba a sus sentidos llenándole de una indescriptible sensación de bienestar. Allí, a lo lejos, divisó un hermoso castillo hecho de luz viva, cuyos destellos se apercibían a larga distancia. Preciosos jardines lo rodeaban, así como una verde pradera que daba forma a un pequeño estanque cuyas aguas reflejaban la vivísima luz que emitía el palacio.

Sobre aquella pradera fue a detener su veloz vuelo. Frente a él se encontraba su amado Padre, cuya figura irradiaba una luz aún más viva que la del palacio que tenía a su espalda. Detrás de Él, sus hermanos mayores le sonreían afablemente, y a su lado había un joven vestido con un blanco ropaje que irradiaba luz. Algo en aquel ser le resultaba familiar. Se fijó en sus ojos que le miraban dulcemente, y su asombro no tuvo límites al reconocerse en él a sí mismo, solo que aquel ser parecía un doble perfeccionado de su propio ser. Vio que levantaba su brazo señalándole con su índice su diestra cerrada, en la cual llevaba fuertemente cogida su maravillosa joya. Comprendió que quería que se la mostrase. Abrió la mano y… ¡La joya no estaba!, en su lugar, una nubecilla formada por chispitas de luz flotaba sobre su palma. Una suave brisa empujó la nubecilla de luz hacia adelante, y al levantar la mirada siguiendo su trayectoria, vio maravillado cómo ésta fue a evaporarse en el pecho de su otro Yo, en el cual brillaba un enorme diamante en forma de corazón.

En un instante, la luz se hizo en su mente. Comprendió el porqué de sus luchas, de sus penas, de sus alegrías, de su vida entera culminada con ese maravilloso momento de infinita dicha y amor. Comprendió que sólo con el esfuerzo se consigue el triunfo, y ahora podía decir con toda razón: “¡Oh Señor, ha valido la pena!”. Lleno de emoción, abrazó a su otro Yo y a todos sus hermanos mayores que le rodeaban. Su Padre se unió a su mudo abrazo y le dijo:

-“¡Veo querido hijo, que por fin has comprendido! Ya no es necesario que te haga entrega de tu herencia, pues ya forma parte de ti, vive en ti y tú en ella, pues ella es… ¡La vida eterna! ¡El amor eterno! ¡La sabiduría eterna! ¡La dicha eterna!

Tu herencia… ¡SOY YO!